DISCURSO DE LUIS EDUARDO NAVA EN EL
CEMENTERIO DE VILLA DEL ROSARIO EL 25 DE JUNIO DE 1947 EN LAS HONRAS FÚNEBRES DEL DR. JOSÉ JACINTO MANRIQUE BAEZ
Una expresión honda de dolor se refleja
en todos los semblantes de esta distinguida concurrencia que acompaña los despojos mortales de ese gran benefactor
que se llamó en vida José Jacinto Manrique. Y en verdad que esta expresión de
sentimiento tiene razón de reflejarse con amargura y sinceridad, por cuanto
lleva envuelta una viva simpatía para el ilustre muerto que en breves momentos
entregaremos a la madre tierra.
Y cómo es de grande y noble cumplir con
las obras de misericordia cuando en su espontáneo cumplimiento lleva en si la
gratitud, por favores recibidos superabundantemente. Con qué sinceridad brota
el elogio al exaltar las virtudes y merecimientos de este gran benefactor,
cuyas frías manos que tanto se movieron para dulcificar el dolor humano, hoy se
hallan aprisionadas al crucifijo amoroso como única esperanza y el único
consuelo de la vida terrena, para presentarlas como ejemplo, el más digno de
imitarse, en la casi totalidad de las diversas facetas de que se compone su vida
pública. De ahí que yo, con toda devoción y respeto exprese ante vosotros unas
pobres palabras, emocionadas y sinceras, para despedir al caro amigo, que os recuerden, al borde de
su tumba, su vida tormentosa muchas veces, apacibles otras, pero siempre
dedicada a servirle a la humanidad con todas las potencias de su alma
nobilísima.
Y al cumplir con este sagrado deber de
amistad y de cariñosa recordación,
quiero ser intérprete de todos los
habitantes de mi tierra, que casi sin excepción encontraron en su amable
corazón, un océano de bondad, un consuelo a sus penas, un consejo prudente y
caritativo y casi siempre el bálsamo de la salud para todos los que buscaron en
la fuente de su sabiduría el acierto para mitigar las dolencias corporales.
Porque el doctor Manrique, con esa vastísima inteligencia conque Dios lo dotó,
con ese acopio de conocimientos tan maravillosos que poseía en las diversas
ramas del saber humano, con esa certeza conque diagnosticaba a los pacientes,
la cual llegó a tener renombre en estas vastísimas regiones, se colocó a una
altura superior en el cuerpo médico de esta frontera colombo venezolana y fuera
consultado con verdadero afán por sus mismos colegas que tras la brega de
acertar en sus casos delicados puestos en sus manos, acudían a él como la
última palabra para seguir una línea
precisa en la lucha contra las enfermedades.
El Rosario, pues, no puede olvidar nunca
a este gran benefactor y no pueden olvidarlo ninguna de las clases sociales,
porque a todas sirvió con afán de hacer el bien, de mitigar las penas y de
llevar consuelo a sus amarguras corporales. Y especialmente los pobres, lloran
hoy su ausencia definitiva, porque el doctor Manrique jamás pensó en llenar sus
arcas con el fruto de su elevada misión; acudía con presteza y buena voluntad,
aún con peligro de su salud cuando
estaba enfermo, a la cama del paciente; luchaba sin descanso por quitarle una
presa a la muerte y cumplida su labor a toda hora y en todo momento, regresaba a su hogar, muchas veces amargado
de no haber sido llamado a tiempo para su propia satisfacción y la alegría de
los familiares del enfermo. Pero repito, sus manos jamás se extendieron para
pedir el fruto de su trabajo. No le interesaron esos pequeños menesteres y por
eso, todos lo sabemos, murió en la mayor
pobreza, únicamente con la esperanza de recibir del todopoderoso el
premio que Dios sabe dar a los que confían con fe y con constancia, en sus
eternos galardones. Todos los habitantes del Rosario somos testigos de esa
dolencia mortal que lo acompañó la mayor parte de su vida; somos testigos de
aquellos ataques que lo ponían a las puertas del sepulcro y cómo en ése estado delicado,
por segunda persona consultaba sus obras hasta que daba con la clave de la
medicina salvadora y la vida volvía a sonreír. Yo fui testigo de todo ese afán
una y muchas veces y de ahí que cada vez que fuera aumentando en mi espíritu
ese respeto profundo, esa admiración tan grande al prudente y sabio médico, esa
adhesión inquebrantable que para su persona siempre tuve.
Todos los que gozamos de su amistad íntima, sentíamos una verdadera delectación
espiritual al oírlo comentar, con su palabra tinosa y sabia, no sólo problemas
de actualidad, sino sobre cualquier punto de Historia Universal, sobre
religión, sobre política, en una palabra, sobre cualquier tema por profundo que
fuera.
El doctor Manrique era un hombre
pensador e inquieto por conocer la razón de las cosas; como tal,
indiscutiblemente tuvo sus errores en los albores de su vida, la juventud lo
envolvió en las ideas de su tiempo; el mismo lo confesaba con amargura
públicamente; pero Dios le dio la dicha de conocer sus errores y alejarse de ellos
con intimo convencimiento, con fe
profunda hacia las verdaderas doctrinas de la iglesia católica y pasado
ese nubarrón que oscureció el horizonte de su vida, lo vimos después armado con
la gracia de la fe, ser un hombre modelo en la práctica de las virtudes
cristianas, hasta su muerte, que al decir de las afortunadas personas que
estuvieron a su lado, bendecido con las gracias que la iglesia tiene para sus
hijos en estos trances amargos, con el consuelo sacerdotal que es la dulce
panacea que anhelamos al traspasar los lindes de la eternidad.
Nacido el doctor Manrique en la
simpática tierra boyacense de Belén de Cerinza, parte de su juventud la vivió
en nuestro hermano departamento de Santander y luego se dirigió a la
hospitalaria tierra venezolana, en donde comenzó sus estudios de medicina y ya
para terminar su carrera, las luchas políticas de nuestro país hermano lo
envolvieron en sus redes y trajinando allá y aquí en esas actividades
guerreras, halló vasto campo para la práctica de la medicina en los campos de
batalla, hasta que vino a radicarse definitivamente en esta tierra histórica,
que siempre lo consideró como su hijo muy dilecto y por lo cual, en la época en
que se cumplieron jornadas centenarias de patriótica recordación, puso todo el
empeño de su inteligencia para hacer revivir el nombre de este glorioso rincón
de la patria y sacarlo del olvido en que por muchos años estuvo la cuna del
general Santander. Lápidas, monumentos, discursos, de todo se valió el doctor
Manrique para revivir su pasado histórico. Un ejemplo vivo e inmortal para las
generaciones que hoy se levantan, queda en el corazón de todos sus hijos como
una fuente inagotable de amor a las reliquias de la patria y a esta tierra que
amorosamente va a conservar sus cenizas para siempre.
Vino luego su actuación en la vida
pública del Rosario. Como ciudadano perteneció a un glorioso partido de los que
tradicionalmente han regido los destinos de la patria: el partido conservador y
le sirvió a esa causa con lealtad a los principios doctrinarios y este partido
lo honró con diversos cargos de confianza en distintas administraciones, ya en
el ejecutivo, ya en lo legislativo municipal, relievándose en todas sus
administraciones como un apasionado defensor de esta tierra y un constante
propulsor de su progreso, de todo lo cual hay varias obras que pregonan su
acendrado afecto.
De
ahí pues que el Honorable Concejo actual haya querido vincularse a la pena que
todos sus habitantes experimentamos con su partida definitiva y haya dispuesto,
con un justo homenaje a su memoria, el
que sus exequias sean costeadas por el tesoro público y colocado su cadáver en
el salón de sesiones en cámara ardiente, en ese mismo salón que él propulsó por
su decoración severa y elegante y en donde su palabra reposada, serena y
altiva, resonó en muchas ocasiones teniendo siempre como lema el adelanto y la
prosperidad municipal.
Doctor Manrique: Te has adelantado a
llegar al puerto donde no se regresa. Descansa en paz, porque fuiste fiel a tu
linaje de hombre bueno hasta el momento de morir, con ese valor estoico que
solo conocen las almas grandes y los caracteres mejor templados. Yo puedo
decirte como un tributo de cariñosa recordación y de peremne gratitud, que
moriste como un caballero cristiano y que viviste como un hombre completo; que
supiste sobreponerte a la tragedia de tus últimos días con la confianza en el
Dios de las misericordias que habrá de recompensarte y que tendrás siempre un
sitio de afecto en el corazón de los buenos hijos del Rosario, de aquellos amigos
que disfrutamos de tu generosa amistad y que valoramos los méritos auténticos
de tu personalidad atrayente y vigorosa.
Que sepan todos sus familiares con qué
emoción cumplimos este sagrado deber y por qué esta irremplazable pérdida nos
hace coparticipes de su mismo dolor, de su misma angustia, de su mismo
sentimiento.
He dicho.
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